Un professore

Tema de la serie: Un professore

En el año 2011, Ken Bain, profesor de Historia de los Estados Unidos y célebre por su libro, “Lo que hacen los mejores profesores universitarios”, exploró las características que definen al buen profesor.  Los siete capítulos son un mapa de ruta orientado a través de preguntas: ¿Qué es lo que saben sobre cómo aprendemos? ¿Cómo preparan las clases? ¿Qué esperan de sus estudiantes? ¿Cómo dirigen la clase? ¿Cómo tratan a sus estudiantes? y ¿Cómo evalúan a sus estudiantes y a sí mismos?

El presidente del Best Teachers Institute se habría ahorrado la fatiga si hubiera visto la serie reciente de la Rai titulada, “Un professore”, propuesta donde se ensayan los fundamentos prácticos de la didáctica según el prisma de sus guionistas.  El argumento del filme dice lo siguiente: “Dante Balestra es un profesor de filosofía que luego de tantos años de ausencia regresa a Roma para ocuparse de su hijo Simone.  Fascinante y fuera de esquemas, el profesor toma una clase en el liceo Leonardo Da Vinci donde aplica su método de enseñanza anticonformista e instaura una relación particular con sus estudiantes, entre ellos Simone. 

No le convence, ¿verdad?  Pues quizá el subtítulo es aún peor: “Tra filosofia e sentimenti”.  Acabemos de una vez, la serie es un churro, la típica comida chatarra dirigida al gran público para su distracción.  Sin embargo, en medio de todo, tiene el mérito de plantear reflexiones puntuales por medio del estudio de los grandes exponentes de la filosofía (una selección de estos):  Sócrates, Barthes, Kant, Platón, Aristóteles, Bruno, Foucault, Debord, Mill, Schopenhauer, Rousseau y Nietzsche. 

La serie no ha pasado desapercibida para la crítica italiana que, al tiempo que ha reconocido el refrito de Merlí, ha saludado la dirección de Alessandro D’Alatri y su elenco, Alessandro Gassmann, Claudia Pandolfi, Nicolas Maupas, Damiano Gavino, Francesca Colucci, Christiane Filangieri, Paolo Conticini, Pia Engleberth y Francesca Cavallin.

El guion destaca el protagonismo del profesor inspirado en una conducta originada por el gusto de la enseñanza.  Lo suyo no es una impostura, el trabajo forzado del asalariado movido por la ganancia.  Ni es el travestismo del que oculta su apariencia, sino la expresión del genio creativo que desarrolla su naturaleza en contextos oportunos para el aprendizaje.

Es un buen profesor porque, al mismo tiempo que renuncia a la tradición escolástica de enseñanza o su equivalente, se centra en la necesidad de los estudiantes para hacerlos crecer según sus propias posibilidades.  Sobresale porque escucha, anima y acompaña.  Dante es tanto maestro que guía, como amigo que empatiza y deja en libertad.

Su fortaleza es reconocer las fibras íntimas que animan a los alumnos y vibrar con sus emociones.  El estado de gracia lo consigue con su cercanía, el diálogo y la participación en sus intereses. Posterior a ello, abonado el terreno, hablar de Foucault, Schopenhauer o Nietzsche, es una tarea con voluntad germinal.  Pareciera fácil, el secreto es ganar el corazón de los chicos, lo demás viene por añadidura.  Esa parece ser la lección del proyecto fílmico.

Elogio del papel

La cosa más espantosa, es una hoja de papel en blanco.

Ernest Hemingway

Una hoja en blanco figura el infinito, es un proyecto silencioso de carácter seminal.  Humilde y sin pretensiones, esconde su valía fingiendo servidumbre.  Confunde su postración, su apariencia fatua y su rostro pálido.  Un folio inerte, llena de dudas también al escritor.

El horizonte de la hoja que asoma intransitable anula al profano, inhibe su potencia y lo vuelve yermo.  Por ello, asume lo infecundo no como responsabilidad propia, sino participada por la esterilidad del papel que lo retrotrae al advertir sus garabatos con tintas imperceptibles.

Una hoja en blanco es una dama que exige tiempo, ternura y paciencia.  No se regala ni se ofrece.  Se sabe pletórica, sin arrogancia; exuberante, con garbo.  Y si es pretenciosa es porque conoce su interior, estima la dádiva reservada a los espíritus pulcros, refinados y exquisitos.

Estéril sí, no germina con el rudo, el superficial o el precoz.  Su sexo es prolongado y agónico.  Pero da sus frutos, todos a la medida del creador.  Mientras eso llega, se deja transgredir, acepta el cortejo y las maneras creativas del arte amatorio.  Huye de lo mojigato en función de lo gestado, la generación de ideas modeladas para el intelecto.

Es una consorte que intimida.  Su vocación singular como vehículo de hazañas y portadora de simbolismos, la encumbran.  Ella es más que el fuego para la humanidad, es el receptáculo del logos, la matriz escogida por los dioses para trastocar el destino.

Sin ella, la arquitectura del mundo estaría fija.  Su ley, el proyecto pétreo gobernado por la maldad.  Contra esa permanencia, una hoja es profecía, anuncio, esperanza.  Representa la fantasía del espíritu libre, autónomo y rebelde.  La apertura que atisba lo divino cuando el relato encarna utopías.

Asumir la potencia humilde de una tabla, una hoja o un papel, no disminuye la primacía de la palabra.   La gloria de ese verbo primigenio (“En el principio era el Verbo…”) es su materialización, su afectación en la fragilidad de esa materia concebida para lo superior.  Aquí estriba su auténtica grandeza.

Carta para Claudia

Querida Claudita, espero que mi carta la encuentre bien y, mi aparente lejanía, rayana en indiferencia, no la haga confundir respecto de mis sentimientos.  No es falta de cariño, solo que no puedo estar tan solícito como usted (y la verdad, cualquier persona en una auténtica relación) quisiera, debido a las responsabilidades que demandan mis compromisos.

Mi afecto por usted jamás ha estado comprometido. ¡Válgame Dios!  Lo atestiguan mis estudiantes que, obligados a mis frecuentes digresiones, han escuchado de “lo nuestro”.  Relatos que despiertan su curiosidad y que, quizá por vagabundería o chisme, me solicitan más amplia información.

He evitado caer en las pruebas, obligado por la virtud.  Cuido las circunstancias porque no quiero exponerla (o exponernos) a la maledicencia de los jóvenes.  Es preciso evitar las conjeturas, derivadas acaso de los silencios o insinuaciones, esparcidas en esas narraciones a veces también cursi.  Está a salvo, mi querida Claudita.

¿Sabe que no me creen los chicos que usted sea real?  Imaginan que les tomo el pelo o que tanto amor sea imposible.  Me confunden porque les he dado referencias concretas de su personalidad, edad, estatura, intereses, manías… una vez incluso les ofrecí su domicilio y profesión.  Nunca he llegado tan lejos.

Ya es famosa, amor mío.  Hemos alcanzado juntos lo que una pareja aspira en una relación de verdad: que uno evoque al otro.  Exactamente así.  He estado en circunstancias en que, por ejemplo, estudiantes ya convertidos en profesionales, de entrada al saludarme me han preguntado por usted: “¿Cómo está ‘su Claudita’?  Imagino que siguen juntos”.  Los muy pícaros no tendrán memoria de la filosofía, pero sí de su existencia.

Si se lo piensa bien, mi buena amada, podríamos escribir un libro sobre “lo nuestro”.  Desde su primera indiferencia, mi tenacidad de conquista, hasta su última capitulación al aceptarme.  Estuve a punto de tirar la toalla, su proverbial resistencia me puso entre las cuerdas.  De no haber sido por mi intuición, esa especie de corazonada que me descubre lo que vale, nada de esto habría sucedido. ¡Y vaya si no estuviera arrepentido!

Por fortuna cada uno tiene su destino y nosotros no nos hemos resistido a él.  Nos ha tocado ser felices sin la fatalidad desventurada de otros.  La compatibilidad de carácter, la aversión a las diferencias y la determinación de estar juntos desde la ficción han sido nuestra fortaleza.  Que nada de esto termine, Claudita.  Celebro su vida conmigo como mi regalo favorito.  Ya le escribiré de nuevo. No me olvide.

Ver como humanos

Ojos claros, serenos, 
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.

Gutierre de Cetina

Cuentan que San Juan María Vianney, “el Santo Cura de Ars”, al ver curioso a un campesino rezar por horas frente al Sagrario le preguntó qué hacía tanto tiempo de rodillas.  Éste le contestó: “Yo lo miro y él me mira … eso es todo”.  La anécdota, perteneciente a la hagiografía religiosa, guarda una verdad portentosa: el poder de la mirada.

La Biblia está llena de escenas en donde la mirada ocupa un lugar central para destacar el significado de los relatos.  Refirámonos, por ejemplo, al momento en el que el evangelista narra la conversación de Jesús con el joven rico y el detalle de su afecto expresado en la declaración: “Entonces Jesús, mirándole, le amó”. 

El galileo ve mucho, a veces con amor, otras con ternura y hasta con ira (recordemos cómo vio a la higuera y la maldijo).   En ocasiones mira sin que nos demos cuenta: “Antes de que Felipe te llamara, cuando aún estabas bajo la higuera, ya te había visto”.  Su mirada incluye ocasionalmente a muchos, como cuando el escritor sagrado atestigua: “Y viendo las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor”.

La avidez de la mirada no se desarrolla progresivamente, aparece en la propia génesis de nuestra vida.  Ver es el acto con el que exploramos el mundo, interpretado según los límites de la inteligencia.  Constituye la expresión primaria de nuestra arrogancia (el pecado de hibris) por el que renunciamos a las mediaciones para acceder a la realidad misma.

La distinción entre mirar y ver permite reconocer la involución de nuestra conducta que, relajada, cede a la decadencia moral.  El cansancio de los ojos se revela en su objeto, la pornografía que retrata lo inmediato y obstaculiza su realización.  De ese modo, la función escrutadora queda envilecida por lo macilento al traicionar la posibilidad de contemplación. 

¿Es viable superar este dictum condenatorio?  Diría que sí, bajo la condición de curar nuestra ceguera, el retorno simbólico a una nueva mirada.  La apertura que opta por visibilizar lo negado. El rechazo de la mirada violenta por la ternura empática y desinteresada.  Mirar desde lo humano es un proyecto que exige compromiso.

Educación en tiempos de pandemia

Muchos hablan del efecto de la pandemia sobre la educación de los jóvenes.  Que si el retraso en las materias, que si las fallas por incumplimiento del programa, que si la falta de talento de los profesores que improvisan…  Todo ha girado principalmente entorno a los contenidos.  ¡Quién diría que prevalecería el intelectualismo en nuestra rancia sociedad!

Así es, somos herederos de una cultura que no solo encumbra el saber, sino también los resultados tangibles como resabio de la lógica industrial.  Interesa el producto, el perno o el tornillo artesanal extraído de las ideas.  Lo demás es poesía, abstracción o ensayo ideológico pernicioso e inútil.

Lo fundamental, dice la pedagogía reciente, consiste en alcanzar “las competencias”.  Para ello, el acto docente concentrado en la mensura, el resultado y la praxis, se ve obligado a capitular en el cultivo del “Esprit de finesse” que quizá considere un lujo, un desperdicio o hasta un afeminamiento contraproducente.

Es la llanura la que inspira la crítica pedagógica que invisibiliza el daño de la pandemia en la educación.  Como si la tragedia se redujera solo a la escasa memorización de saberes, la resolución de problemas matemáticos o la comprensión limitada de la biología o la química.  Es eso y más. 

La catástrofe consiste en la irrelevancia de lo humano sobre el carácter de las generaciones afectadas.  Es la atrofia que comprometerá, más que la incompetencia en el uso de las máquinas y los cálculos, la estructura que conforma la vida.  Con ello, la sociedad, condenada a la barbarie, queda incapacitada para lo que juzgará (en su miope comprensión de la realidad) como refinamientos más bien románticos.

Ese vacío del espíritu, que progresivamente verificamos, se incrementará si no exponemos a los jóvenes a la reflexión crítica, el diálogo y la discusión.  Esas “competencias” toman tiempo, requieren lectura, trabajo en equipo y la guía de profesores hechos de un material superior.  Es un proceso que se gesta gradualmente en condiciones de libertad, apertura y a contracorriente.

El sistema evita ese Élan vital porque a la larga lo compromete.  Sin estética, apuesta por lo irracional, convirtiéndose en una máquina generadora de muerte.  Frente a ello es que debe recuperarse lo humano y esa es la tarea a la que debemos apostar.  Quizá aún tengamos tiempo.  Debemos insistir en esa esperanza.

Historia (y filosofía) de la canción napolitana.

Napoli è la patria della canzone.

Luciano De Crescenzo

Luciano De Crescenzo fue un escritor polifacético que durante algún tiempo estuvo presente en la industria editorial en todo el mundo.  Sus libros, de temas variados, fueron obras de consulta que interesaron tanto por su contenido como por su prosa de fácil acceso para el gran público más allá de las fronteras de Italia.

Con esos antecedentes, el Círculo de Lectura de la Dante Alighieri acometió la empresa de leer el texto, “Ti voglio bene assai. Storia (e filosofia) della canzone napoletana)”.  Un libro en el que el autor se sumerge en una especie de hermenéutica basada en las principales canciones napolitanas.

De ese modo, los estudiantes de italiano interesados en la cultura en todas sus manifestaciones se deleitaron con los clásicos de la tierra de De Crescenzo: ’O sole mio, Torna a Surriento y Santa Lucia luntana.  Se trató de una selección de textos porque el libro introduce también temas como, Era de maggio, ’Osurdato ’nnammurato, Tammurriata nera, Malafemmena… entre otros.

La lectura permitió conocer la sensibilidad poética napolitana vehiculada a través de la música.  La lírica expresa la vida, los intereses, las preocupaciones y los sentimientos anidados en corazones que vibran y cantan los acontecimientos padecidos.  Así lo manifiesta el autor, “vedete, è come se le canzoni fossero dei tamburi emozionali che influenzano il battito del nostro cuore”.

Al tiempo que se comentó el libro, hubo espacio también para la escucha de las canciones.  Che bella cosa è ’na jurnata ’e sole…  “Es una maravilla escuchar el dialecto napolitano, nunca había reparado en esas letras”, afirmó uno de ellos.  Mientras otra estudiante se refirió a la historia de Torna a Surriento, según la cual fue escrita en 1894 por Ernesto De Curtis a consecuencia de una desilusión amorosa.

En esta ocasión el pretexto fue De Crescenzo, pero no ha sido el único.  Desde mayo del año pasado, se han leído textos de Italo Calvino, Alberto Moravia, Gianrico Carofiglio, Stefano Benni y Fabio Geda.  Se aproximan otros autores no menos reconocidos, como Antonio Tabucchi y Claudio Magris. 

La idea ha sido crear un espacio de conversación en el que los estudiantes, además de practicar el idioma, profundicen en la cultura acompañados con profesores de nacionalidad italiana que apoyen la actividad con sus intervenciones.  La mediación ha posibilitado un diálogo de provecho para los participantes.

Hay que subrayar, finalmente, que el éxito del proyecto se debe, además de lo ya mencionado, tanto a la proveniencia de los miembros en materia de formación profesional o escolar (la variedad ha enriquecido el intercambio), como a la unidad en el afecto a Italia y lo que representa material y simbólicamente.

El Círculo de Lectura es solo una expresión del amor de la Dante Alighieri por la lengua y la cultura italiana.  ¿Quiere ser parte nuestra?  Acérquese y comparta nuestra pasión por esa tradición legada al mundo a través del arte, la filosofía, la literatura, la cocina y mucho más.  Lo esperamos.

El inquisidor y el pensamiento mágico

“El sino de nuestra época está caracterizado por la racionalización y la intelectualización y, sobre todo, por el desencanto del mundo”.

Max Weber

Tengo un amigo que litiga eventualmente conmigo porque dice que no dejo lo que llama “el pensamiento mágico”.  Me recrimina esa especie de esperanza absurda con la que me sitúo frente a la adversidad o cualquier situación de la vida.  Se trata, insiste, de que seas no solo más lógico y racional, sino también científico y que te fíes, por ello, solo de la realidad.

El positivista pierde el control en momentos en que, por ejemplo, hablo de una justicia divina que, elevada al rango de ley universal (a veces exagero para provocarlo), impediría la impunidad a los autores de la maldad.  “Tarde o temprano los impíos recibirán su castigo”, le digo.  Todo, con una seguridad pontifical.

Se incomoda, me riñe, para pasar a los golpes bajos, desde situarme en la Edad Media, que desprecia como ilustrado volteriano, hasta calificarme de cristiano bizantino.  Su filiación racionalista lo convierte en un Atila de la fe científica o, quizá mejor, en un Torquemada piromaníaco.

Como sea, aunque suelo irritar a mi amigo, en el fondo de mi corazón solo tengo deseos de esa magia referida.  Sí, me encantaría creer en una providencia que gobierne el mundo.  ¡Cómo no!  Acostarme por la noche seguro de que el mal no triunfará y de que tiene un sentido el hambre, el dolor y las guerras.  Ya sabe, la convicción Leibniziana de que este es “el mejor de todos los mundos posibles”.

Muero porque haya un cielo, una vida postrera en que encontremos a los que amamos y compartamos felices la vida eterna.  Evidentemente tengo anhelo porque los malvados reciban lo que se merecen, sin venganza, solo como reparación por el daño provocado.  Confieso un romanticismo sin garantías como acto más bien literario.

Infortunadamente, mi mundo está tan desencantado como el de mi amigo.  Lo nuestro, según parece, son las certezas, el aquí y el ahora, el presente continuo.  Sin otra referencia que lo terreno y, por tanto, regidos por la temporalidad, lo provisorio y lo decadente.  Planos, horizontales, inmanentes, resignados a lo que nos toca. 

Aterrado, como le decía, solo queda lo lúdico.  Jugar y fingir una realidad alterna.  En las posibilidades del amor, por ejemplo, que nos redima con su propia potencia.  La fuerza invisible que nos repare y, desde ese sentimiento, aferrarnos a lo absurdo.

Lo fatal

Existe un poema de Rubén Darío titulado “Lo fatal”, en el que, con carácter filosófico, el vate se refiere a la condición misérrima del ser humano.  En plan dramático no solo afirma “que no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo”, sino que lamenta el “espanto seguro de estar mañana muerto”.  El texto es una joya existencialista reveladora de los límites del hombre.

No quiero especular sobre la influencia filosófica que fundamenta el pasmo del poeta, pero es evidente que la hondura de la pieza deriva de la propia experiencia de finitud.  Por ello, al tiempo que reconozco la legitimidad de su planteamiento, lo juzgo ajeno a la impostura, esto es, la forma de falsedad de quien desea figurar por medio de artificios conceptuales.

Dicho lo anterior, quizá sea válido preguntarse si podemos identificarnos con su “sentimiento trágico de la vida”, como diría Unamuno, o si podemos decantarnos por versiones diferentes dada las tonalidades variopintas de los espíritus.  Me temo que ambas posibilidades son justificables.

No cabe duda de que Darío, según una cierta tradición inspirada también en el cristianismo, identifica el drama humano expresado en el dolor de ser vivo, la privación del conocimiento, la muerte y la existencia corpórea que nos expone al mal.  Pero lo suyo sabe a metafísica, ese reino de ideas con voluntad de totalidad.  Y creo que no está mal.

La comprensión del misterio exige un lenguaje omniabarcador que dé cuenta de su estructura.  Sin embargo, ese esfuerzo hace que se diluyan los detalles ensombreciendo la vida en todas sus manifestaciones.  Así, “Lo fatal”, aunque aludiría a las condiciones existenciales del ser, deja en la sombra los fragmentos de la vida concreta.

Por esa razón, es importante reconocer esas parcelas personales de dolor.  Las micro fatalidades, que no por pequeñas, carecen de valor: el desempleo, la necesidad de alimento, la falta de educación, la exclusión y las privaciones generalizadas que impiden el desarrollo humano.  Sin desdeñar a los que sufren la soledad, el aislamiento o la frustración de un amor fallido, entre tantos otros padecimientos.

En consecuencia, “Lo fatal” nos invita a reconsiderar el sufrimiento humano.  Poner en el centro de nuestras acciones al “homo patiens” que reclama un trato diferenciado.  Asumirlo exige nuevas sensibilidades, la conducta moral de los que operan desde la empatía para resignificarlo todo.

Nostalgia de cartas imposibles

Si deseas algo de aquí o quieres que te haga cualquier recado, te pido que sólo te acuerdes de mí para tus encargos. Así soy yo de egoísta cuando me estoy enamorando. Escríbeme y cuéntame todo lo que haces. De esta manera me será más fácil soportar tu ausencia. Aprovecha tu estancia en Hamburgo para cuidarte, pues me gustaría volverte a ver con aquellas mejillas que tienes en las fotografías de tu niñez.

El día ha terminado mis cuartillas están llenas de garabatos y he de controlar el deseo de seguir escribiéndote.

Adiós. Y no te olvides del desdichado al que hiciste tan increíblemente feliz. Tuyo.

Sigmund Freud

Pocas cosas fueron más emocionantes para mí que recibir cartas a inicios de la década de los ochenta. Con 15 años, viviendo lejos de mis padres en Costa Rica, a diario esperaba al cartero, uno jovial de aquella época, que con sonrisa triste me indicaba regularmente que no traía nada que me hiciera feliz.

Supongo que esperaba por esperar (como nos ocurre con frecuencia) porque mis padres ni eran dados al cariño ni menos aún al oficio epistolar.  Yo en cambio, a diferencia de ellos, les enviaba sendas cartas relatándoles el estado de mi ánimo, el avance en mis estudios y los sueños de convertirme en hombre de bien (estaba seguro de su posibilidad, aunque luego creo haber extraviado el camino).

El milagro era todo fruición.  Ver el sobre cerrado, estimar su peso, verificar el remitente y, por supuesto abrir y leer la carta.  Esto último con el cuidado que daban las manos de señorito según la condición de mi estado.  La delicadeza comportaba no romper las hojas para desdoblar con cuidado sin afectar la fragilidad del papel. 

Había mucho de cursi en la lectura.  Desde el lugar retirado para el disfrute del contenido, las relecturas, hasta el ánimo de compartir las emociones generadas.  El resultado era una especie de felicidad íntima en esos días grises de escasos o nulos afectos.  Esa ventura matinal, el cartero llegaba a media mañana, tardaba al menos dos o tres días y se extendía a la semana por la respuesta obligada a la correspondencia.

Yo solía escribir temprano, a las seis en punto.  La meditación zen me preparaba para ello.  Seguía protocolos, pero en general era espontáneo, también extenso.  Las cartas eran prolongadas, al tiempo que hablaba sobre mí, dejaba reflexiones dispersas en espera de incidir en la vida de mis destinatarios.  Supongo que los aburría y su recepción debía de ser mucho más prosaica que la mía.  Hay personalidades así, ya lo sabrá usted.

El tiempo, sin embargo nos va cambiando. Superé incluso el romanticismo de conservar las cartas.  En ese entonces guardaba todo, en particular las exiguas expresiones de amor que tímidas manos adolescentes me habían regalado, aunque para ser justos eran más bien telegramas provenientes de una ilusión casi infantil. 

La informática mató la pasión epistolar y dio paso al género breve.  No solo es que nadie o pocos quieran leer correos abultados, sino que no hay quien los escriba.  Nos rige la prisa y la productividad, prevalece la técnica sobre lo que se juzga inútil.  Las emociones y el sentimiento, lo cursi y lo novelesco no tienen cabida en un mundo gobernado por el provecho.  Quien diría que la desaparición de los carteros y las cartas anunciarían el estreno de un nuevo orden en el que muchos tardamos aún en adaptarnos.

La ofrenda sacrificial autoinfligida

«La idea de que son los dioses quienes enseñan a los hombres los sacrificios que éstos llevan a cabo es universal, y no resulta difícil entender su justificación».

René Girard

Hay un acto reiterativo en la conducta humana consistente en el sacrificio de lo que se ama.  Sí, es un absurdo, principalmente por la falta de sentido, la irracionalidad de quien es movido por lo imaginario, una voz íntima (fantasmal) que lo impele a la atrocidad.  Es el caso, como usted ya habrá advertido de Abraham, el personaje bíblico patriarca de los judíos.

El también llamado «Padre de la fe» nos representa, es el arquetipo de nuestros actos ciegos, la voluntad de holocaustos inspirados en dioses fatuos.  Ya no en ese Dios primitivo del Antiguo Testamento, sino en el imperativo de los instintos que nos gobiernan.  Así, levantamos altares sacrificiales cada tanto tiempo, matando lo que estimamos.

Damos muerte al primogénito sin apenas adivinar la demencia de la acción. Nos desprendemos con primor, ignorando la forma sutil del daño autoinfligido.   Castrados y sufrientes, solo el tiempo nos hace reconocer la autoinmolación, somos nosotros la auténtica ofrenda de los dioses.

A diferencia de muchos de nosotros, Abraham fue sensato.  Escuchó una voz, acaso no la de Dios, sino la de uno de sus siervos que había dejado al pie de la montaña (intuía el fanatismo del religioso), que le dijo: «No extiendas tu mano contra el niño, ni le hagas nada; pues ahora conozco que eres temeroso de Dios».  Y detuvo el sacrificio humano.

Como en el relato, en ocasiones toca también ser el inmolado y, en ese papel de Isaac, preguntar: «Aquí está el fuego y la leña, pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?» y ser timados al mejor estilo de un presunto hombre bueno: «Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío».  Con tales credenciales y pasión por lo inútil, no queda sino esperar un milagro.

El prodigio que no llega, tanto por nuestra inclinación a la violencia, las infatuaciones recurrentes, como por el afán autodestructivo con que nos arrancamos el corazón. De ese modo, nunca llegamos tan bajo ni nuestro envilecimiento es peor que cuando sacrificamos lo querido en un acto en el que decidimos perderlo todo.

Como dije al inicio, el texto bíblico ilustra nuestra imperfección, la manía con la que solemos alargar la mano, tomar el cuchillo y auto inmolarnos.  Y sí, Abraham sigue intacto como Padre, pero no por asesino, sino por demostrar el absurdo del ritual que compromete nuestra felicidad.

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