Las redes, el ruido y el desamor

Toda la vida en las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción se manifiesta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente, se aleja ahora en una representación.

Guy Debord

Hay mucho ruido en el ambiente y cada vez es peor.  Las noticias, las redes sociales, la música, el cine, el streaming, el cotilleo de las calles… nada parece detenerlo.  Todos parecen empeñados en captar nuestra atención en función de vendernos productos porque somos mercancías en un mercado que se nos cuela.  El mundo se convirtió en plaza pública.

El efecto son los nervios, la sensación de no estar al día, la pesadumbre de estar fuera por la incapacidad de nuestro lenguaje, por estar excluidos de lo que está de moda.  Basta una semana de ausencia para sentirse extraterrestre, no se sabe el avance de la guerra de Ucrania y menos aún el último golpe criminal de los ladrones que nos gobiernan.  Así de cruel puede ser nuestro mini retiro.

Es una cultura diseñada para la distracción porque decidimos que es la cura contra la vida.  Vivir duele, por ello es mejor transitarla con audífonos, hay que llenarlo todo.  El profiláctico debe aplicarse en dosis continua, en la cocina, en el estudio, en el patio, por las calles y en el carro.  Nunca deben faltar las suscripciones que nos mantengan ocupados: Netflix, Spotify, YouTube… todo se vale con tal fin.

En esas condiciones olvidamos lo esencial, amarnos, reencontrarnos y cuidarnos mutuamente.  WhatsApp no nos ha hecho mejores, no somos más tiernos con el advenimiento de las redes sociales.  Al contrario, sirven para todo menos para estar presentes.  Ni siquiera podemos decir te amo porque no lo sentimos, estamos ausentes, todo es distancia en el mundo interconectado.

También a los jóvenes les ha afectado, más allá de las dificultades hasta para hablar (ya no digamos para expresar sus sentimientos), les cuesta mantener la atención.  Viven el nomadismo radical, son gobernados por el impulso de la dopamina que los esclaviza a la vagabundería sin fin.  La situación se ha salido de nuestras manos.

La conspirafilia puede hacer pensar que la realidad es parte del ardid de la industria del espectáculo o el triunfo de la ideología del mercado, pero me temo que es algo más.  También se debe a la fragilidad de nuestro carácter, la tendencia humana por lo frívolo, la determinación por lo fácil.  Todo ha coincidido en la configuración de una personalidad débil, expuesta y manipulable en detrimento de lo humano.

No somos conscientes de ello, pero es esa dispersión o el ruido constante, como le llamé al inicio, parte de las causas de nuestra infelicidad.  ¿Cómo serlo si no nos amamos?  No nos llamamos, nos tocamos ni afectamos. Somos prescindibles, hemos sido cambiados por las redes, las noticias y los presuntos amigos (innumerables) de Facebook, Instagram y nuestros seguidores de Twitter y TikTok.  Todo cabe ahí, menos nosotros.

Elogio de los años

Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer.

Francis Bacon

He sentido admiración por mis mayores casi desde toda la vida.  Es un fervor natural que sin esfuerzo me lleva a considerarlos en un estado eminente aunque a veces no sea necesariamente así.  Doy por descontado, quizá sin apenas pensarlo, que la experiencia de los años los pone en un estrado del que yo no participo.

Guardo en mi memoria, por ejemplo, la llegada a mi colegio de un intelectual anciano (de repente tenía 60 años, pero yo estaba en tercer grado y tenía ocho años), cuyo nombre era Eloy Canales.  En mi pueblo era celebérrimo, así nos lo presentaron y así lucía -ya sabe, el cliché de siempre-: enjuto, encorvado y de finos modales.  El clásico porte de un Diógenes apenas más sofisticado.

Todavía recuerdo al viejo apasionado.  El erudito que tocó mi espíritu en una visita de treinta minutos.  ¿Cómo es posible?  Un misterio.  Quizá por disposición natural o hasta el prurito irracional de quien concede virtudes donde no las hay.  Claro, siempre parto de la fe gratuita que me hace suponer madurez en el juicio de mis mayores.

La veneración ha tenido sus réditos o al menos eso creo.  Primero por el amor suscitado por la conducta, luego, por su efecto mimético.  Evidentemente no me refiero a la asunción de actitudes vetustas, sino al derivado producido por la vivencia de experiencias, la clarividencia de los años y la sabiduría destilada por el tiempo.

Una cultura demuestra su exquisitez cuando respeta a sus mayores y, su barbarie, cuando los desprecia.  Esta atrofia quizá provenga tanto de una enfermedad congénita del espíritu, una falla orgánica que entorpece el sentimiento, como del hábito adquirido, según la fragilidad de una naturaleza perversa.  El resultado siempre es el mismo, la vulgaridad del que opera desde la estupidez.

Amar a nuestros mayores, ya no digo solo respetarlos, pasa por el reconocimiento de lo que son, una especie de soldados en retiro todavía en guardia.  El testimonio de la lucha constante, el carácter del que no se doblega, el asceta que lucha apenas con esperanza.  Cierto es que hay de todo tipo y es un atrevimiento romantizarlos, pero veo una constante que es la que nos debe llevar a la veneración referida.

Hace muchos años recibí un premio inmerecido, para algunos expresión de mi infortunio, al ser enviado a una residencia de “retirados” de la vida religiosa.  Viví dos años de fantasía compartiendo mis días con esos hombres de antaño que me compartían su vida de emociones.  Lo mío, un jovenzuelo de 25 años era escucharlos, animarlos y consentirlos desde mi función de administrador de la casa.  Algo habrá tenido de hermosa esa temporada que aún recuerdo nostálgico a los que ahora ya no están.  Eran viejos maravillosos.

La avaricia: pasión por tener

¡Oh avaricia! ¿qué más puedes hacer, que así te has apropiado de mi sangre que ni te cuidas de tu propia carne?

Dante Alighieri

La mesura creo que nunca ha sido lo nuestro.  Es un hecho.  La historia cuenta con suficiente evidencia de ese apetito sin límite en el que exponemos nuestro carácter.  La inclinación por el exceso en detrimento de gestos mínimos de generosidad con los demás. Lo propio ha sido siempre acaparar, a veces por miedo, como muestra de poder, o quizá por impulso irracional sin que medie la voluntad.

Más allá de la doctrina cristiana que condena esa desproporción (me encanta la cita del catecismo en el numeral 1866 que dice que lo malo no es desear, sino cuando “con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona”) es evidente que en el plano secular se rechaza esa conducta egoísta.

Thomas Piketty, por ejemplo, desde hace mucho tiempo ha defendido la idea de que la acumulación de capital desmedido es inmoral porque impide el crecimiento y condena al subdesarrollo a la población.  El que haya más millonarios no ha evitado la reducción de la pobreza, según la profecía de los defensores del capitalismo.  El francés propone que los milmillonarios paguen un 90 % de impuestos sobre su patrimonio.  ¿Por qué esa cifra y no otra?, le preguntaron en una entrevista.  Respondió:

Un 90% a quien tenga 1.000 millones de euros significa que le quedarán 100 millones de euros. Con 100 millones todavía uno puede tener un cierto número de proyectos en la vida. El objetivo es regresar a un nivel de concentración de la fortuna que era más o menos el de los años sesenta, setenta u ochenta en Estados Unidos y en Europa. Mi enfoque es empírico. Lo que queremos evitar es la sedimentación. Mark Zuckerberg tuvo una buena idea a los 25 años. Pero, ¿esto justifica que a los 50 o 70 años continúe decidiéndolo todo sobre una red social mundial?”.

Fuera de la audacia de la recomendación del intelectual que, por otro lado argumenta razonablemente en sus voluminosos libros, subyace su convicción moral del mal que supone la desmesura a la que nos hemos referido al inicio.  En esto coincide con los comunitaristas que fundan su posición en la naturaleza política -social- que debe prevalecer sobre el interés arbitrario individual. Porque incluso las rentas y la propiedad tienen orígenes sociales, reconoce el economista. Y agrega: “No lo inventamos todo nosotros solos. Desde el momento en que uno obtiene altos ingresos, se ha beneficiado de muchas otras personas.

Lo anterior no significa, sin embargo, que la avidez sea exclusiva de los millonarios o los empresarios como deja entrever el viejo Catecismo Católico (La cita es elocuente: “Hay […] comerciantes […] que desean la escasez y la carestía de las mercancías, y no soportan que otros, además de ellos, compren y vendan, porque ellos podrían comprar más barato y vender más caro; también pecan aquellos que desean que sus semejantes estén en la miseria para ellos enriquecerse comprando y vendiendo […]. También hay médicos que desean que haya enfermos; y abogados que anhelan causas y procesos numerosos y sustanciosos…”.  No olvidemos que la “Casta meretrix” tampoco ha sido demasiado ejemplar en el tema.  Quizá debamos ser menos maniqueístas y asumir lo que nos corresponde.

Peter Singer y la consciencia humana

Si nos atenemos a Peter Singer, la consciencia no es un fenómeno exclusivo de los humanos, ni siquiera de los primates.  El filósofo australiano insiste en la idea según la cual los animales y los humanos, al compartir una estructura común, se igualan en dignidad y derechos.  Tal reconocimiento, si nos lo tomáramos en serio, impediría el sometimiento al que hemos condenado a las especies vivas del planeta.

Pero no es del razonamiento audaz del pensador al que quiero referirme, sino de su supuesto, esto es, el hecho empírico de que los seres humanos tengan consciencia.  Contrario a su aserción, la evidencia a veces sugiere lo contrario: los límites de la consciencia en sujetos incapaces de apercepción. 

Esto no invalida la apuesta intelectual del filósofo en un esfuerzo personal por falsear su teoría, conforme lo enseñado por Popper.  Solo me sirve para señalar la patencia de algunas conductas.  La evidencia de que algunos carecen de consciencia en una vida reducida tal vez a la actualidad de las circunstancias.

Por ello no es raro encontrar a sujetos que inflijan dolor y sufrimiento involuntariamente, produciendo caos, destrucción y hasta muerte. Sí, quizá sea un género de eso que llamaba Arendt, la banalidad del mal, ejecutorias emprendidas por imperativos que escapan al libero arbitrio.

Dicho comportamiento, sin embargo, no es generado por causas externas, sino por una especie de relajamiento interior.  Una suerte de ecosistema particular narcotizado que impide la autoconsciencia.  El efecto consiste en una vida transitada en automático, sin examen crítico que enjuicie los propios actos o que los ponga frente a un tribunal interno.

Referirse a esa privación de consciencia va más allá del desconocimiento intelectivo, como quien “no tiene idea de lo que ocurre”, sino también a una intuición de tipo moral, “ignorar el mal de la conducta”.  De ese modo, su ceguera moral lo convierte en el verdugo universal que por acción u omisión lastima también a los que ama.

Ese entumecimiento de la consciencia, que puede ser congénito, propio de un espíritu frívolo, o condicionado, conforme lo que llama Bauman, la sociedad líquida, limita las relaciones afectivas y son fuente de insatisfacción personal.  Recuperarse de esa deficiencia humana será la tarea por asemejarnos a los animales según los dictados de Singer.

El beso

El beso es una expresión de cariño que actualiza un estado particular de las emociones.  Es cumplimiento y anuncio que patentiza un deseo de entrega en un proyecto de carácter benevolente.  Besar es transgredir, cruzar fronteras, cartografiar, pero también es el acceso al infinito de quien se entrega con audacia al amor.

Los besos expresan candidez, la ilusión de un porvenir vaporoso, pero lleno de esperanza.  Es el salto al vacío de un espíritu urgido por la donación sin garantías, cifrando su felicidad en esos labios ajenos y propios a la vez.  No hay inocencia ni impunidad aún en los besos presurosos.

Pero hay besos y besos.  Los hay de los que duelen como el de Judas.  El ósculo traicionero.  El dado con fingimiento.  El beso disimulado, el que miente, el interesado.  Esos que no germinan ni son portadores de vida, los que envenenan con su cimiente abortiva, los que violentan la piel y mancillan las emociones. 

Los hay contenidos.  Los que se guardan.  Los reservados.  El beso prostibulario, por ejemplo, a veces tímido o evitado, en tanto no es mercancía.  Los besos no negociados a causa de un amor, los que no se consienten por el pacto de un afecto al que se debe fidelidad.

Hay besos filiales, amigables y fraternos.  Todos partícipes de un sentimiento sin mesura.  Ese que no está tasado ni se somete a las leyes de la justicia.  El gobernado por la caridad y hecho para el sacrificio heroico.  Este género de besos, no obstante, por su naturaleza, es otra cosa.

El beso profano es diferente.  Su identidad se funda en ese gesto prosaico cuya importancia, sin embargo, carece de hondura.  Un beso necesita alma, la asunción de una personalidad que arraigue en una realidad distinta.  Quizá en ese ecosistema trascendente que hace decir al poeta, Sabines, que su pasión es de otra dimensión: “No es nada de tu cuerpo”.

No es nada de tu cuerpo
ni tu piel, ni tus ojos, ni tu vientre,
ni ese lugar secreto que los dos conocemos,
fosa de nuestra muerte, final de nuestro entierro.

No es tu boca –tu boca
que es igual que tu sexo–,
ni la reunión exacta de tus pechos,
ni tu espalda dulcísima y suave,
ni tu ombligo en que bebo.

Ni son tus muslos duros como el día,
ni tus rodillas de marfil al fuego,
ni tus pies diminutos y sangrantes,
ni tu olor, ni tu pelo.

No es tu mirada –¿qué es una mirada?–
triste luz descarriada, paz sin dueño,
ni el álbum de tu oído, ni tus voces,
ni las ojeras que te deja el sueño.
Ni es tu lengua de víbora tampoco,
flecha de avispas en el aire ciego,
ni la humedad caliente de tu asfixia
que sostiene tu beso.

No es nada de tu cuerpo,
ni una brizna, ni un pétalo,
ni una gota, ni un grano, ni un momento.

Es sólo este lugar donde estuviste,
estos mis brazos tercos.

El esplendor de la miseria

El columnista escribe sus textos como una suerte de acto ciego.  Desconoce a sus lectores, sus expectativas y sus intereses.  Todo es una disposición de fe.  La figuración de que el contenido será relevante y que, por ello, aprovechará a más de alguno.  Pocas cosas tienen más de metafísica que la escritura en general.

En ese estado de incerteza solo queda la invención de motivaciones.  Escribir para uno mismo.  Insistir en la valía del tiempo invertido por auto purificación, por la aclaración de ideas o por la regulación de ánimo.  Casi como una medicina para los trastornos personales.

Imaginar que el ejercicio se justifica por ser una actividad del espíritu.  ¡Qué pocos tienen la dicha del ocio productivo!  Miserable, hasta se finge singularidad, un escogido por los dioses, un profeta o un clérigo que pontifica sin sotana y pregona lo obvio.  En resumen un necio si fuera realmente tomado en cuenta.

Escribir es una apuesta al vacío, una presunción.  Autoengaño.  La afirmación de que el deseo de cambio en los textos es suficiente para trastocar la realidad.  Imaginarse dioses que con la palabra estructurada, enmarañada y artificiosa se estructura un mundo distinto.  Verificamos al milagrero oculto tras el ordenador.

El periodista que escribe con regularidad sus columnas es también un jugador.  Como niño impenitente se aísla, toma su pluma y se finge soldado.  Tras la apariencia de lucidez se esconde el general que dirige tropas para tomar ciudades e instaurar el orden.  Ya puesto en estado de guerra se erige en salvador, en juez inapelable y tirano cuando la situación lo demanda.

¿Qué quedaría de la escritura sin esa imaginación?  El columnista no ignora su onanismo autoestimulante, la soledad que llena con palabras, la aspiración por hacer digerible la vida.  No es una fábrica de babas.  Reconoce que lo suyo es apenas una semilla en tierra árida, el canto desafinado en oídos enfermos.  Intuye la fragilidad de su voz en medio del ruido cósmico.  Pero insiste.

Intentarlo, más allá del remedio redentor que supone la escritura, traduce la esperanza. Expresa la inocencia de quien afirma lo imposible.  La declaración contra la ortodoxia negadora del cambio.  El escribidor es un romántico, el enternecedor nostálgico de una realidad nunca existida y a la que, sin embargo, se quiere regresar.  En resumen, el utópata incontenible de textos ofrecidos a todos y a nadie.

Profesores y profesión docente

«Tan solo por la educación puede el hombre llegar a ser hombre. El hombre no es más que lo que la educación hace de él».

Immanuel Kant

Vivir es recorrer un camino a tientas abierto a posibilidades.  Nunca se sabe, el misterio lo cubre todo en una especie de azar que algunos cumplen con mejor suerte.  En ese escenario, el peso de quienes nos rodean es fundamental y son el mayor condicionante de nuestras venturas y fatalidades.

Uno de esos actores principales son los maestros.  A ellos les corresponde no solo enseñarnos los rudimentos del saber, alfabetizarnos en las letras, las matemáticas y las ciencias naturales, sino humanizarnos a través de la disciplina, la gestión de las emociones y la formación del carácter.

La tarea es descomunal, una actividad de envergadura en la que algunos reprueban por ineptitud, inmadurez y hasta por falta de voluntad.  Así, cuando la sociedad delega con descuido a sus preceptores, expone a las nuevas generaciones a un ambiente que no abona en el desarrollo de la personalidades.  Un mal profesor semeja al médico incapaz que destroza vidas en el ejercicio de su profesión.

Los padres tampoco son finos, muy ocupados en la racionalización del uso del dinero, a veces regatean el salario de los profesores.  Les parece en el fondo que no hay diferencia entre ellos y que al final el producto será siempre igual.  No estiman la educación integral de sus hijos conformándose con la mediocridad que ofrecen las instituciones del sector.  Ellos también son víctimas de la deficiencia del sistema y su mezquindad es la mejor expresión.

Eso hace que la memoria evoque con frecuencia a los buenos maestros, los preceptores que por instruir y educar se constituyeron en arquitectos de espíritus.  Sí, tenían talento para la construcción de proyectos humanos, pero sobre todo la mística traducida en ternura, atención y benevolencia.  Aunque estrictos, sabían corregir sin humillar ni afectar la autoestima.

Como sociedad deberíamos reflexionar más en la función docente, pero sobre todo practicar la prodigalidad con ellos.  Reconocerles, gratificarles y valorarles. Expresar nuestra magnanimidad en todas sus formas, también con un salario decoroso y una estima cordial sincera.

Comenzar con esto significaría una conversión de mentalidad, la renuncia al egoísmo que nos impide ver la necesidad de los otros.  Afirmaría un cambio de horizonte según la lógica capitalista que reduce la realidad a la ventaja y al lucro.  Resituaría la labor docente donde corresponde, en el sitial de honor de los grandes oficios y responsabilidades en una sociedad civilizada.

Adiós profesor. Episodio de «Los años maravillosos».

La loca de la casa

No vivas del pasado, no imagines el futuro, concéntrate en el momento presente

Buda

Divagar es el estado permanente del espíritu movido por la inquietud. Su naturaleza es lo inestable, la energía desbordante suspendida sin anclajes.  Vagabundear es nuestra carta de ciudadanía, el sello humano que nos distancia de lo material y nos abre a lo íntimo.  Con ello, posibilitamos la fantasía abrumados por la gravedad del mundo físico.

Vivir equivale a deambular, como los héroes que desconocen el reposo.  Transitar, en el caso del alma, en un peregrinaje hacia el misterio o, para decirlo como Buenaventura, en un “itinerarium mentis ad Deum”.  El movimiento, explicado de esta manera, sería el efecto de atracción irresistible por parte de lo divino.

Como sea, el razonamiento parte del reconocimiento de la fluidez del espíritu.  La aceptación de que cada uno es portador de una loca, la loca de la casa, según la santa de Ávila, incapacitada en su estado natural de ningún gobierno.  Por ello, la meditación es un acto, si cabe el término, “contra natura”, en virtud de su propensión natural.

Esa conciencia plena, como la llama el Zen, es el resultado violento autoinfligido para disciplinar la mente.  Una tarea que se logra cuando, con el tiempo, se modifica su estructura a fuerza de atención.  Sin práctica continua ni guía, la actividad es un ejercicio somnífero de escaso provecho.

¿Qué hacer cuándo se fracasa en el intento?  Quizá aceptar las limitaciones y figurarse el compromiso como carrera de largo aliento.  Algo así dice el Papa en un texto reciente.

¿Qué hacer entonces en esta sucesión de entusiasmos y abatimientos? Se debe aprender a caminar siempre. El verdadero progreso de la vida espiritual no consiste en multiplicar los éxtasis, sino en el ser capaces de perseverar en tiempos difíciles: camina, camina, camina… Y si estás cansado, detente un poco y vuelve a caminar. Pero con perseverancia”.

La vigilancia tiene sentido, al margen de la vida interior, si la utilizamos para examinar nuestra conducta.  Siempre que nos deshagamos de las rémoras que nos dificultan caminar y comprometen la ternura que debemos a los demás.  En este caso, la distracción que reduce nuestro conocimiento pervierte las relaciones basadas en una mirada enferma, desenfocada y estrábica.

La vida y sus narrativas

Francisco de Goya

No tengo duda de que nuestra vida es un folletón urdido según nuestra sensibilidad estética o quizá solo condicionada por ella.  Lo que procesamos a diario nos lo contamos con palabras suaves tratando de encajar nuestras malas experiencias.  En cumplimiento de la tarea, unas veces somos protagonistas y otras solo actores secundarios.  El guion es nuestro.

Somos los creadores artísticos del drama en el que nos transformamos, conforme conveniencia, en héroes, malvados o príncipes.  El carácter de cada uno y la disposición de ánimo tienen que ver con su resultado.  Los hay muy inclinados a la tragedia, a la sensiblería rosa y hasta al género conspirativo.  La imaginación no tiene límites.

Mucho depende del ingenio.  El vulgar requerirá eventualmente de apoyos: un amigo, un familiar o quizá un psicólogo.  Ellos podrían suministrar marcos interpretativos para ver de nuevas formas lo acaecido.  Si son buenos, los coautores son fundamentales para superar la adversidad y eufemizar el dolor.

El punto es que vivimos en mundos paralelos.  En primer lugar está la realidad, eso que nos pasa derivado de los accidentes de la vida, el contexto o el medio.  Luego se presenta lo que nos figuramos y asumimos simbólicamente.  A diario nos toca trabajar con ese material para producir textos decorosos, a la medida tanto de nuestro gusto como de la necesidad de sobrevivencia.

Vivir es relatar, construir historias, justificarnos.  Adecuar la realidad a través de matices que nos permitan la victoria.  El imperativo es salir indemnes en un mundo estructurado para infligirnos sufrimientos.  Para ello, nada mejor que la imaginación que dispone para la ficción.  El acto performativo ordenado con fines salvíficos.

La hermenéutica es lo nuestro.  Resignificar sin falsear la existencia.  Sin autoengaños ni traiciones.  Evitando la apología narcisista que nos sitúe arrogantes en lo arbitrario.  Reconstruirnos desde valores mínimos que favorezcan la felicidad.  Ese estado en el que caben los otros como personajes no de folletón, sino como actores primarios dispuestos para un clásico.  Vale la pena abrirnos con bondad a esas posibilidades narrativas.

La mano afectuosa de Camus

Albert Camus

Cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted”.

Uno de los mayores reconocimientos obtenidos por un profesor es el éxito de sus alumnos.  Es una forma de honrar al preceptor mediante el recibimiento de la corona compartida.  Porque si bien es cierto el vencedor es el producto de su lucha en la arena, y antes en la palestra, nada habría ocurrido sin la intervención del tutor con su acompañamiento y consejo.

Esto que parece de Perogrullo, sin embargo, lo olvidan muchas veces los estudiantes distraídos y más frecuentemente los mezquinos.  Pero no es la regla.  Los espíritus refinados son otra cosa.  Si no, veamos el caso de Camus, el gran filósofo existencialista que vivió comprometido también en la lucha por los pobres y en pleno ejercicio de su dimensión política en la Francia de su siglo.

Hay un hecho que lo encumbra en este tema conforme la carta enviada a su profesor de primaria para agradecer sus enseñanzas.  Y no solo ello, sino la expresión del afecto por su intervención oportuna más allá de la función de burócrata de la enseñanza.  La gratitud al maestro que tocó su alma para alentarlo y devolverle la confianza en sí mismo. 

La carta fue escrita el 19 de noviembre de 1957 pocos días después de recibir el anuncio del reconocimiento como Premio Nobel de Literatura.  El texto, que exhala magnanimidad, dice lo siguiente:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón”.

Huelga decir que su maestro, Germain Louis, agradeció el detalle de la correspondencia y le retribuyó con otra epístola que engrandece doblemente a Camus.  En ella, el maestro confirma el talento descubierto desde siempre en su pupilo y, todavía más, la humanidad de esa naturaleza portadora de esperanza. Leamos.

¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo. ¡Y ahora, bueno! Esas impresiones me las dabas en clase. El pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y éstas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. […]”.

La vida que da sorpresas guarda premios inesperados.  ¡Ay, si pudiéramos ser menos groseros!  Digo, más afectuosos, nobles y pródigos.  Tendríamos por regla el amor y palpitaríamos gozosos llenos de buenos sentimientos.

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