Filgua 2022

Mañana dará inicio la XIX Feria Internacional del Libro de Guatemala, una iniciativa de interés para el país por la promoción de la lectura y la oportunidad de avecinarse a los textos.  Nunca será suficiente el ánimo por la cultura obtenida a través de la experiencia literaria, el acercamiento a los dedicados a la construcción del conocimiento.

Escribir, entre tantos méritos, ayuda a estructurar el mundo, es un acto demiúrgico en el que el intelectual intenta dar sentido a las cosas.  Su ejercicio es de provecho no solo para el artífice, sino también para los que interpretan las claves del creador.  De aquí que la actividad literaria incluya al lector en su esfuerzo crítico-hermenéutico.

La lectura enriquece porque permite contrastar el reducido mundo anidado en nuestras convicciones por medio de la experiencia diaria.  Reducirse a ello nos incapacita para la comprensión de horizontes, nos empobrece y nos vuelve presa de los poderosos.  Leer habilita, nos transforma, favoreciendo mejores resultados en todas las esferas en que nos desarrollamos.

Por ello, la ignorancia no es ningún negocio para la sociedad.  Ya no es solo el problema de la pobreza que genera, sino la cultura extendida de la ramplonería, la vulgaridad y la chabacanería.  No hablo de estética, sino de la inteligencia social que favorece un nivel superior para enfrentarse a la vida. 

Esto se expresa, más allá de las conversaciones, en los gustos, los juicios y el discernimiento.  Aprender a pensar es uno de sus resultados.  Entender que la vida es mucho más compleja de lo que atestiguan nuestros sentidos.  Nos habilita para problematizar lo que damos por descontado, dado que quizá no hayan hechos, sino ligeras interpretaciones.

La lectura a veces es violenta.  Irrumpe y rasga. Destruye.  Es iconoclasta, rompe ídolos.  Esa transgresión nos expone al ridículo, pero es una vergüenza que, superada, al tiempo que nos hace guerreros, produce la paz.  El ejercicio crítico nos sitúa y nos regala nuestra propia fisonomía, revela quiénes somos y el camino alterno que debemos retomar.

Sí, pensar tiene su encanto.  Más allá de lo lúdico, sin embargo, el diálogo con los autores genera conductas.  Lo ético es inevitable, esto es, la asunción de modos de vida, costumbres distintas, revisión de hábitos.  Un libro supera la impunidad, incide e invade, no siempre con sutileza.

Quedan todos invitados a la Feria del libro (Filgua, 2022).  Para quienes quieran compartir, estaré el viernes 2 de diciembre a partir de las 18:00 horas en la Sala Humberto Ak’abal.  Se darán cita también los amigos, Gustavo Sánchez y Gustavo Bracamonte.  Hablaremos de literatura.  No falte.

Los efectos indeseados de Qatar 2022

El Mundial de fútbol se acerca y la distracción se potenciará según la capacidad del espectáculo para sustraernos de las ocupaciones habituales.  Durante varias semanas los tópicos serán los mismos, provocando una especie de letargo colectivo que disminuirá un poco las penas globales.

Es lo que hay y basta.  Resistirnos a la corriente arguyendo el carácter alienante de la actividad comercial es absurdo.  Lo que no significa que no debamos ejercer la crítica dados los vicios a granel de su aparato, desde la escogencia de Qatar como lugar del evento, hasta las patrañas varias de los organizadores y delincuentes en todos sus niveles. 

El fútbol, más allá de ser una industria que mueve millones de dólares, es un deporte que se aprovecha de las emociones de los espectadores para obtener utilidades desmesuradas, repartidas entre los que participan en su estructura.  No es muy diferente del ecosistema político porque está plagado de malandrines de baja estofa constituidos en capos de la organización.

Son mafias, zares.  La mayor parte ni siquiera ama las competencias sino sus utilidades.  Son empresarios vulgares que utilizan las banderas para mover la voluntad de los aficionados.  Y han logrado urdir un sistema tal donde incluso los medios juegan un papel primordial en la difusión el timo glocal.

Hay excepciones.  Este año, por ejemplo, los cantantes Rod Stewart y Dua Lipa han rechazado ser parte de la función inaugural en ese país fastuoso.  El intérprete de 77 años dijo que no participaría por su inconformidad en temas de derechos humanos comprometidos en Qatar.  “Me ofrecieron más de un millón de dólares hace 15 meses. Lo rechacé. No me parecía correcto ir”, declaró.

Por su parte Ibai Llanos, popular streamer español, criticó el blanquemiento de muchas empresas que aprovecharán las circunstancias del Mundial.  “Me surgió la oportunidad de ir en el avión de la selección española de fútbol a Qatar y bueno, iba a grabar contenido […] pero no me sale de los cojones y no lo voy a hacer. Vamos, tomé la decisión ya hace semanas, no es que la haya tomado hoy, pero no lo voy a hacer.  ¿Sabéis la cantidad de patrocinadores, de pasta, de blanqueamiento hacia Qatar que hay puesto en el Mundial?”, denunciaba con acritud.

Vienen días felices para los políticos.  Ellos, aunque no formen parte del engranaje, configuran los efectos secundarios del circo planetario acoplado perfectamente a sus intereses. Así, mientras usted y yo estemos idiotizados por los regates de Messi y Ronaldo, el Tribunal Supremo Electoral, por ejemplo, continuará con la inversión del software que amañará las próximas elecciones a favor del Pacto de Corruptos.

No le quiero amargar la fiesta, pero téngalo en cuenta para que, como mínimo, sea una víctima ilustrada.

Exigencias de cambio

El optimismo de la actual administración del Estado se funda en circunstancias geopolíticas que le permiten operar sin fricciones.  La situación favorece ampliar sus tentáculos con sentimientos de omnipotencia, animados principalmente por la pasividad ciudadana que no ha solido ser demasiada protagonista de su historia.

Ese estímulo funciona como narcótico generador de falsas convicciones: la certidumbre de que siempre las cosas serán iguales.  Acostumbrados a los vientos, los políticos afirman la permanencia.  Así, empiezan a descuidar las formas accionando desde la más perversa impunidad aderezada con exigencias caprichosas.

Por ello es por lo que aparecen fanfarrones, seguros en su invencibilidad.  Ha sido la regla, les sucedió en el pasado a Somoza y Trujillo, a Stroessner y Duvalier, y más recientemente a Gadafi y Mubarak.  El estado fantasioso se produce también por los falsos halagos, la zalamería cotidiana que dulcifica al tirano en un ecosistema alejado de la realidad.

En medio de todo, sin embargo, se va anidando, por efecto del devenir de la vida, la antítesis que gobierna igualmente la política.  Su aparecimiento convulsiona y trastoca.  Afecta las bases del sistema.  Son esos terremotos, a veces violentos, los que llenan de esperanza con la huida de los corruptos.  Aquellos que no vieron ni se enteraron de su fin.

Porque eso caracteriza a los delincuentes, los de cuello blanco y pseudo políticos, el desconocimiento de la historia, la inmoralidad expresada en conductas retorcidas.  No es otro nuestro infortunio: ser testigos de la decadencia del país a causa de los bribones que conspiran contra la vida.  El dilatarse de la maldad que se burla y se solaza en la más absoluta impunidad.

Muy pronto, empero, esa sonrisa cambiará.  La gestación, ahora improbable, dará su fruto.  Mientras se aligera, preparemos las ideas y proyectemos lo alterno.  Optemos por la justicia como principio de acción.  Evitemos el odio, permitiendo el diálogo desde el reconocimiento mutuo.  Una nueva moral debe inspirar nuestros actos, esa que nos abra a la ternura, el bienestar y la vida plena.

La revancha no es opción.  La revolución solo se producirá desde una narrativa diferente.  Alejados del egoísmo, el consumismo y la irracionalidad neoliberal.   Consiste en apostar por normas inclusivas que ofrezca oportunidades.  Un liderazgo generador de riqueza para el disfrute de todos.  Cambio de reglas, sí, que sustituya el discurso de lo mismo, según la lógica acostumbrada.

Don Sergio Checchi

Cuando lo conocí con apenas 17 años, el Padre Checchi ya era un hombre famoso.  En Costa Rica escuchábamos su fama de religioso austero, inteligente y formador sin igual de la filosofía en el Campus de la zona 11, “El filosofado”.  Apenas llamaba la atención su figura menuda, pero estaba claro que su celebridad no era gratuita.

Lo supe pronto, aunque sus virtudes las fui descubriendo con el tiempo.  Porque tras su apariencia de ratón de biblioteca (esto, según el tópico de las convenciones), brillaba sobre todo la afabilidad, el respeto y una fe que parecía ajena a toda incertidumbre.  Por consiguiente, lo suyo no era la consabida fe filosófica, sino la del humilde carbonero aferrado a su realidad.

Así me lo manifestó la última vez que nos encontramos en el año 2020, pocos meses antes de la pandemia: “Confío en que Dios me muestre su rostro, según sus promesas.  Que tenga misericordia porque espero gozar de su presencia como siempre lo he deseado”.  No había afección en sus palabras ni gestos exagerados en sus modos, sino la expresión del auténtico hombre de Dios.

Lo que anuncia otra cualidad del buen cura salesiano, su espiritualidad.  ¿A qué me refiero?  A esa vida modulada desde una suerte de experiencia trascendente.  La conducta inspirada por un espíritu que posibilita lo singular.  Así, su actividad intelectual, el ejercicio docente o su ministerio sacerdotal, eran expresados con el mismo tenor cúltico de quien respira lo sagrado.  Y esto no podía sino sentirse.

Cierto, esa experiencia de liturgia permanente lo exponía a veces a cierto ánimo de perfección que comprometía sus emociones.  Como cuando censuraba con bondad a quienes desafinaban desde el coro entre jóvenes rudos de Centroamérica.  Esos bárbaros cantores, seminaristas desventurados para el gregoriano, que lo sustraían, más allá de la armonía estética, del sentido musical para exaltar la grandeza del Pantócrator

Evidentemente no era solo la cacofonía lo que lo perturbaba, que podía tolerar por caridad cristiana, sino el concepto mismo de la adoración a través de la música sacra.  La perspectiva de que las notas altisonantes, desafinadas y sin ninguna idea del ritmo, fueran una ofensa a ese Dios que no merecía la mancilla ni el desdoro de esas voces silvestres.

Nada de lo anterior impide reconocer las virtudes del Padre Checchi que nos sume ahora en la tristeza.  Lo lloramos porque lo quisimos y valoramos su humanidad.  Y porque, más allá de eso, su presencia serena, su sentido de la vida, nos permitió abrirnos a posibilidades negadas, la angustia del abrumado en la desesperanza y la moral encerrada en la contingencia. 

Su testimonio será fecundo.  Por ello, el Dios de bondad le dará el premio reservado a los justos.  Y un plus más, el concedido a quienes lo alabaron desde la fragilidad de cantos rotos, impostados con buena voluntad.  Lo suyo, si se ve bien, su vida entera, fue un acto heroico y, cómo no, de mucha fe.

Abatimientos

No dormía desde hacía tiempo.  Era extraño porque lo suyo era la tranquilidad del espíritu, esa que resulta de la vida pragmática o desembarazada.  Sin embargo, la muerte de su padre había sido atroz, un gancho al hígado del que no se reponía.  Lo esperaba, era hiperrealista, pero los hechos trastornaron sus emociones que no sabía resolver.

Antes de ese acontecimiento, cuando la muerte apenas asomaba, jugaba a la filosofía. Disfrutaba alabando a los estoicos con cuya fortaleza de ánimo se mostraban imperturbables.  Así debe ser, decía, debemos aceptar lo que el logos, la providencia o el sino reserva para cada uno. Lo demás es cobardía.

Y sí, ahora estaba abatido, apenas discurría.  Desolado, le costaba lidiar con las horas que eran eternas e indigeribles.  Se mantenía sumido entre el vacío y el bochorno de monólogos extensos sin finalidad ni propósito, como si le hubieran insertado un dispositivo ruidoso que castigaba sus oídos.  De ese modo, no descansaba en pensamientos reiterativos.

El calor de los días lo predisponía.  El sillón viejo, hundido y apestoso a gatos. La suciedad del corredor y su desorden. La casa parecía poseída por el mismo pesar. Hasta las noches eran tenebrosas.  Su habitación, grande, conservaba el frío y el rumor terrorífico del techo, las ventanas y las puertas.

Vivía solo y esto justificaba su decadencia.  Desaliñado semejaba un monje de los que extravían el sentido de la ascesis y la comprensión mística.  Se notaba enfermo.  Barbado y en total descuido, únicamente conservaba la mirada escrutadora, pero cansada, con registros de lejana juventud.  Él que en otros tiempos versificaba la vida fingiéndose heredero, aunque rústico, del romanticismo clásico.

Como en el amor, pensaba, las pérdidas son un pretexto que exculpa el narcisismo.  Es un falso llanto por los demás.  El drama expresa la frustración del niño enfrentado a su capricho.  Representa la imposición del destino cebado contra nuestra voluntad.  Efectivamente, no es la partida, el fin de los afectos o el sentimiento de soledad lo que nos abate, sino el absurdo de un proyecto irrealizado cuando parecía alcanzable”.

Lo suyo no era una revelación de última hora, era más bien el pensamiento cíclico que racionalizaba sus tormentos.  El recurso oportuno, inútil, sin embargo, para resignificar su existencia, carcomida por la incertidumbre de sus acciones.  Desalentado por lo que estimaba el triunfo de las emociones sobre el carácter, el asalto último de lo sensible por encima del cálculo frío, ahora impotente.

Reinventarnos

Un estado artificial y ficticio a veces se impone.  La pausa oportuna que separe la vida o la resitúe distante.  Hacer un alto. Respirar.  Urgir esferas paralelas o quizá la sustitución de lo real como huida. Sin que sea cobardía, sino retiro amable que inaugure trincheras e instaure la paz.

El ecosistema generado por la música que desde su ejecución se apodere de los sentidos.  Sí, quedar atrapados por las notas según sus efectos. Renunciar a la conciencia que suspenda el juicio mientras se levita enajenado en ausencia de contenidos.  Sin propósitos ni finalidades, lejos del interés de la lógica del mercado.

Hay que ensayarlo.  Intentar el vacío de quien lo ha dado todo y extenuado se ausenta cuidando de sí.   Ofreciendo el despojo que se sabe nulo.  La prueba que, por dura que sea, sustrae, proyecta y gesta la vida.  Retornar a lo primitivo, lejos de la civilización que perturba y trastoca.

Volverse rupestre, cultivar su naturaleza con emociones puras, más allá de razonamientos fingidos.  Fecundar los días desde el ocio que ofrece la ternura, el amor y la intensidad de las horas.  Disfrutando el viento al margen de la desnudez o abriéndose al sol aún con sus heridas.  Apostar por lo lúdico que regenera la alegría.

Un movimiento del espíritu a veces se impone.  Caminar, dialogar y sonreír.  Recostarnos compartiendo estímulos. Tocándonos.  Figurándonos felices mientras evocamos recuerdos de días soleados, sin más ánimo que el resultado del encuentro.  Solazándonos en el erotismo insolente que da la inocencia.

El mundo urge de magia y la celebración de ritos. Refundar la sociedad desde la danza y el canto.  Establecer calendarios poblados de dioses, ángeles y espíritus. Sostener los milagros para entrar en trance mediante lo fantástico.  Sacralizar la materia liberándola de su constitución irrelevante para dignificarla.

El itinerario es posible a condición de imaginarlo.  Ascender la montaña en solitario, guiados por el instinto.  Aceptando la paradoja del silencio y la potencia de lo inmutable.  Así, el milagro llegará sigiloso y dará sus frutos.  No hay otro camino que nos convierta en sujetos distintos.  Vale la pena realizarlo.

La normalización del descaro

El descaro de nuestra ralea política no tiene parangón.  Me refiero, por ejemplo, a la reinstalación como vocal de la Corte Suprema de Justicia e integrante de la Cámara Civil, de la magistrada Blanca Stalling.  Un hecho bochornoso que dibuja a cuerpo entero la inmoralidad de nuestros políticos que se burlan por enésima vez de la ciudadanía guatemalteca.

Y si lo anterior no fuera suficientemente vergonzoso, lo es sin duda la noticia de que pese a que no labora desde 2017, el Organismo Judicial pagará Q5.7 millones a la burócrata de dudosa reputación que ha contado para el éxito en su picardía con el contubernio de un sistema de justicia corrupto, gestionado también por operadores tenebrosos.

Vivimos en tiempos de vacas flacas en materia de justicia, pero no solo.  Estas son épocas también para el delito en circunstancias en que el Estado ha cerrado filas para lo permisible.  Así, mientras los guatemaltecos intentan sobrevivir a la crisis económica, el desempleo y las enfermedades, los agentes políticos aprovechan la situación para robar a manos llenas, sin pensar en las consecuencias que involucran la vida y la esperanza de la ciudadanía.

Quizá nunca como hoy se ha llegado a la desvergüenza en grado supremo, esa en la que los autores airean sus atracos frente a las cámaras de televisión y propalan sus fechorías con ánimos actorales, figurándose audaces en su deseo por ser iconos contemporáneos.  Porque en el fondo son niñatos poseídos por voluntad de notoriedad, actorzuelos de pacotilla encarnando escenas secundarias, casi como relleno en nuestros deplorables escenarios.

Ignoran su baja catadura o se ahorran la molestia del reconocimiento.  Así, su desparpajo es nauseabundo, aunque la perfumen con retórica o la encubran con campañas que disimulen su fetidez.  Tontuelos como son, creen sus embustes apoyados convenientemente por los rastreros autofinanciados para laudar sus oídos.  Esa audición maltrecha que los incapacita para notas que no sean las de la zalamería y la propensión a la maldad: el delito, la egolatría y la soberbia.

Causa asombro que toleremos lo de Blanca Aída Stalling Dávila.  Como lo es también el que un ex viceministro de Gobernación, Elizondo López Flores, esté tras el negocio del sistema de conteo de votos, un contrato que podría superar los Q600 millones.  Y no menos absurdo que el Tribunal Supremo Electoral evada la ley para compras por Q15 millones. 

Cuán normalizado se va convirtiendo la desfachatez, el descaro, la desvergüenza y el asalto a plena luz del día.

Compadrazgos

El compadrazgo entre los políticos, acostumbrados como estamos a tanta perversión, pocas veces suscita escándalo entre la ciudadanía.  Se le justifica con aquello de “todos lo hacen”, una falacia que expresa no solo descuido lógico, sino sobre todo conformismo moral derivado, creo, de las condiciones de podredumbre en nuestro universo inmundo.

A mi modo de ver, no tendríamos por qué tolerar ningún tipo de nepotismo o tráfico de influencia, según las denuncias cotidianas de los medios de información.  Las instituciones de Estado, esas concebidas para vigilar y castigar los delitos, deberían cumplir con los fines para las que fueron creadas y denunciar las transgresiones que se cometen contra la ley. 

La tibieza, sin embargo, de órganos como la Contraloría General de Cuentas, abona tanto a la extensión de la maldad enquistada en todos los niveles, como al sentimiento de impunidad introyectado en la población que ve perdidas las esperanzas respecto a un país con estado de derecho.    Y quizá esto último sea peor.

En realidad la inutilidad de nuestras instituciones, realizada mediante un proyecto concebido por las élites económicas (algunas, las más conservadoras del país) en contubernio con los políticos y el crimen organizado, busca además de su inoperancia, el enriquecimiento ilícito y la impunidad que garantice la tranquilidad de sus protagonistas hasta el último de los días.

Evidenciar dicha trama, más allá de satisfacer el intelecto, debería sentar las bases para la transformación de las políticas públicas de Guatemala.  Involucrarnos desde una praxis que supere la conformidad de nuestros hábitos cotidianos reducido al cumplimiento profesional, laboral.  Sustentados en la convicción de que el país necesita ingeniería, pero también la acción que construya desde un objetivo común perseguido cotidianamente. 

Guatemala está en una situación en la que se empieza a cercar y restringir las libertades públicas.  Hay desde iniciativas para acallar las voces disidentes (proyectos de ley que quieren impedir con poco disimulo el derecho a la protesta ciudadana) hasta la persecución del Estado a través del Ministerio Público y demás instituciones para silenciar las denuncias contra los amos de la corrupción.

Como se ve, los desafíos son múltiples, no solo oponernos al compadrazgo referido por el que se premia a los amigos con proyectos millonarios sin que prive la transparencia ni las garantías de sus resultados, sino extirpar esa moral displicente que los políticos exponen con desparpajo y poca vergüenza.   

Es tiempo para la intolerancia en materia de corrupción.  Si no cerramos filas, estaremos entregando el país a las mafias y cada día será más difícil y costosa la intervención.  El tiempo ha llegado, actuemos, esa es nuestra única opción.

El ladrón

Lo que siento por ti es desolación por saberte ausente en un estado de suyo indeterminado.  Solo categorizo porque es también indefensión, soledad y tristeza.  Es también culpa por dejarte ir ingenuamente, por lo nuevo, por demostrarme a mí mismo que la excepción a veces genera reglas.  Tonto de pacotilla.

Y si ahora racionalizo es en función del dolor porque, que otra cosa es la escritura sino el artificio del timo, el autoengaño del pensamiento a través de la lógica.  El intelecto es así: el impostor que justifica su dudosa moral en nombre de efectos curativos.  Tratamientos a menudo temporales y cumplidamente inútiles.

Estabas bien donde estabas.  Tenías mi cuidado, la protección y la estima de quien ama lo que vale.  Y sí, criticarás mi falta de ternura (con toda razón).  Nunca he podido superar esa manía afectiva del todo abstracta, culpa de mi deformada educación filosófica acostumbrada a lo etéreo.  Lo mío no ha sido la realidad ni lo concreto a la manera de muchos, por ello te he amado desde una sensualidad cuyo defecto ha sido la ausencia táctil que tú me reprochas a tu manera.

Pero no estás por voluntad propia.  Habrías podido soportar lo gélido de nuestra relación, a mi modo de ver, poco vulgar.  Una condición que estaba a la altura de tu naturaleza.  Porque claramente fueron tus atributos los que me sedujeron de ti: tu dignidad, el garbo y las maneras de tu expresión.  Así, verte y enamorarme fue lo mismo… hasta hoy.

Esa es la causa de mi desolación: la conciencia de haberte perdido.  El reconocimiento de que aunque puedo reponerte, nada es igual sin ti.  Eres tú lo que deseo, tu olor, tu piel, la fineza de trato y finalmente el sentimiento de propiedad.  Éramos el uno para el otro aún en la distancia, el silencio o cualquier asomo crítico.  Nos entendíamos incluso con solo vernos.

Acepto mi error al prestarte, la frustración por la infamia de quien no te regresa conmigo.  Lo siento además porque no valora tus encantos, la edición, el año de publicación ni el contenido de tus páginas.  Lo suyo ha sido la cleptomanía o, peor aún, el dolo aderezado con maldad pervertida.   Sirvan estas letras como forma de reconocimiento, pero sobre todo como denuncia al ladrón del libro solazado en la impunidad.

La visita de Julián

Quizá júbilo sea la palabra perfecta que describa el estado emocional de Julián cuando decidió visitar a su antiguo amigo en ese convento gélido del centro de la ciudad.  Un lugar que le traía recuerdos porque también ahí había estado semi enclaustrado, según las exigencias de su condición de vida.  

De camino, aún cuando manejaba, con la ansiedad de siempre, repasaba los espacios de la casa que colindaba con la iglesia: la cocina, el comedor, la sala, la capilla… hasta el olor de su habitación, que recordaba reducida y lúgubre, como si Dios se inclinara por el minimalismo o sus gustos fueran modestos. 

“Quizá no sea la estética de Dios la que prevalezca en esos recintos”, pensó, “sino la poca gracia de los monjes demasiado desencarnados, distraídos y frecuentemente llanos.  Con escaso paladar para las cosas del mundo que juzgan corrupto y de carácter temporal. “En esto, como en todo”, concluyó, “hay que eximirlo de la ramplonería de sus epígonos”.

Iba emocionado por la visita que finalizaba tanta espera.  En rigor no era su amigo, sino su antiguo preceptor de latín y su maestro de Gregoriano.  Ambas áreas en las que Julián era (siempre lo fue) un profano.  “No cantes, te lo suplico”, le pidió desde la primera vez con irritación.  “Estarás en el coro, pero solo de bulto.  Quizá lo tuyo sea otra cosa… ojalá”, le dijo en voz baja.

En eso estaba cuando apareció el hombre que apenas reconocía por su figura escuálida. 

  • Hola, buenas tardes.  Me dijeron que usted me busca.  Indagó el que parecía hombre bueno. 
  • Sí, padre, soy Julián.  ¿Se acuerda de mí?
  • Julián. Me suena ese nombre. ¿Y tu apellido?  ¿Dónde nos conocimos?  Perdona, pero tengo una memoria frágil
  • No puede ser. Bromea.  Soy Julián Gastón.  Hace 30 años usted me enseñó los rudimentos de la metafísica, los artificios de la lógica y las bondades de la dialéctica.  ¿Se recuerda de mi poca habilidad para el Gregoriano? Le cumplí, nunca abrí la boca en los “Te Deum” ni me ubiqué hasta adelante en el coro. 
  • Qué pena, Julián, tengo la mente en blanco.  Tu voz me es familiar, pero nada más.  Respecto a lo último que me dices del coro, te lo agradezco. Aunque tengo que confesarte algo, quizá para tu consuelo: no fuiste el único al que hice callar en las liturgias.  Como tú había muchos, sordos, ofídicos, inhabilitados para el “bel canto”.  Seguro Dios disfrutaba tu silencio.

            Al finalizar su visita, de camino a casa, sintió indulgencia por su preceptor.  Lo exculpó, según su hábito, pero lo juzgó también descuidado, desaliñado y en fachas.  “Ni la música afecta a los bárbaros”, se dijo desconsolado, ahora sin que mediara visos de redención.

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