Juegos

“Ojalá te encuentre por aquí, en alguna calle del sueño. Es una gran alegría ésta de aprisionarte con mis párpados al dormir.”

Jaime Sabines

Ella jugaba sin saberlo, pero su inconsciencia no disminuía su naturaleza.  Era lúdica, aunque no graciosa.  Con todo, muchos la queríamos (algunos la deseaban) por su vulnerabilidad, que ahora juzgo fingida y que ella utilizaba para capitalizar afectos.  Sí, tenía una corte de admiradores, entre los cuales figuraba yo, el más invisible de todos.

La conocí por azar, uno de esos caprichos del destino sin qué ni para qué.  Pero ahí estaba yo cuando me la presentó el novio de mi mejor amiga.   Me pareció distraída, disipada, convencional en nuestra época.  Pensé que quizá tendría problemas de atención.  Pero es linda, me dije, me gusta esa armonía que asoma con disimulada mesura.

Coqueteó un poco, pero descarté su interés.  Iba a lo suyo.  Siempre fue así.  Era incapaz de concesiones: su mar era el océano reconocido, transitado y seguro.  Odiaba tanto las sorpresas como la incertidumbre.  Me gustó mucho aunque de inmediato supe que lo mío era la exploración de esa personalidad poco común.

Con el tiempo yo también fui su objeto de estudio.  Quizá su pasatiempo para calibrar mis fronteras.  Transgredía malévola considerando mi consistencia.  Y aunque era violenta en sus modos, la llegué a estimar como se quiere lo que se juzga único.  No sé si lo era, pero decidí imaginarla creyéndome mi propio embuste.  Ya no me importa si lo era de verdad, para mí su valía era real.

Lo nuestro no duró en el tiempo porque nada en ella era eterno.  Me refiero a nuestra amistad.  Insistía en que el amor era un sentimiento provisorio, como las pasiones y el sexo.  “Tú también eres pasajero y conviene que lo seas, de lo contrario me odiarías”, me dijo.  E insistía en los momentos que vivía en clave escatológica, sus adioses eran casi para siempre.  “Dios quiera que te vuelva a ver”, repetía, dándome un abrazo apesadumbrado.

Pero jugaba.  Ya lo he dicho.  Jugaba sin saberlo.  Y quienes lo ignoraban sufrían la ignominia.  Como Carlos que enamorado se aplicó por años al arbitrio de su princesa.  “Me encanta su misterio”, me confesó.  “He sido afortunado en ser objeto de su elección”.   Yo creía que sí, que era “el objeto” preferido (caduco) de esa voluntad caída que, sin maledicencia, infligía penas a los afectos.

Yo todavía la recuerdo con el sentimiento de un estudio inconcluso.  Hasta en los juegos hay un acto final, un silbato… un jaque mate.  Pero no, tenía que seguir su propio guion: desaparecer puntualmente sin dejar huella.  Expresar mediante sus tretas su propia versión humana.  Qué plana se ha vuelto mi vida con su ausencia.

Publicado por Eduardo Blandón

Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo.

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