
“Los niños son completamente egoístas; sienten sus necesidades intensamente y se esfuerzan sin piedad para satisfacerlas”. Sigmund Freud
Si el análisis de algunos pensadores como Javier Marías, fuera exacto, y nos diera una radiografía del carácter de las generaciones recientes, debemos considerar que estamos frente a una sociedad, pusilánime, frágil e hipersensible. Lo que es preocupante no solo por los nuevos retos que enfrentamos, sino por la sofisticación de la tecnología en manos de tantos impostores.
No vivimos tiempos para lloriquear, dice el novelista español, que alude a esos “cry rooms” y “pet rooms” en los colleges de los Estados Unidos. Espacios creados para que los púberes universitarios contrariados por circunstancias adversas se desahoguen y encuentren consuelo. Curioso, dice Marías, que estos universitarios busquen conversación con seres irracionales. “Creerán que pensar es abyecto, una contrariedad y una anomalía”.
La idea de que la nuestra es una generación de porcelana contrasta con el imaginario estoico del pasado reciente que afirmaba la fortaleza como virtud cardinal. ¿Fortaleza? Sí, esa que definía el Catecismo católico como “la virtud que hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa”.
Ese lenguaje ha pasado de moda e imperativos como los de Epicteto, “sustine et abstine” -soporta y renuncia-, dicen poco a nuestra lacrimógena sociedad contemporánea entregada a cuerpo de rey al hedonismo y el consumo ilimitado. Comunidades líquidas, como diría Bauman en su estudio sobre la “Vida líquida”.
Ese texto, fundamental para la comprensión de lo que hablamos, reconoce que, si bien el consumismo es signo de nuestros tiempos, no lo hemos inventado en el siglo XXI. Consumistas hemos sido siempre (igual que pueriles), la diferencia estriba, primero en la facilidad cómo producimos bienes en el presente, y, segundo, en nuestra imposibilidad de aplazar la satisfacción -como eternos niños que somos-.
El mundo se ha vuelto un kindergarten, enfatiza Marías. Y lo confirma Lyotard, al indicar que la imagen del niño representa lo que es en sí misma la humanidad. “Privado de habla, incapaz de mantenerse erguido, vacilante sobre los objetos de su interés, inepto para el cálculo de beneficios, insensible a la razón común, el niño es eminentemente lo humano porque su desamparo anuncia y promete los posibles”. Así tal cual es la conducta de nuestros jóvenes y quizá, más extendidamente, la sensibilidad (o sensiblería) del resto de los seres humanos que habitamos el planeta.
¿Tendremos que volver a las prácticas espartanas o cuanto menos a un modelo de educación que saque músculos a los jóvenes? Ese parece ser el desafío próximo de la educación actual, sacudir, ejercitar, desamodorrar en busca de la fortaleza necesaria para cambiar el mundo insólito en que vivimos.